¿Nos creemos lo que decimos en la Misa?
Por Luis Fernando Pérez Bustamante.
En no pocas ocasiones participamos de la Misa, yo el
primero, sin poner demasiada atención a lo que dice el sacerdote y a lo que
respondemos nosotros. Convertimos la mayor fuente de gracia en un ritual
cansino, en el que no ponemos toda el alma. Y sin embargo, es la Santa Misa, la
liturgia, el lugar donde todos manifestamos la fe que profesamos, tanto a nivel
personal como comunitario.
Vayamos por partes. Tras la antífona de entrada, llega el
acto penitencial. Dice el sacerdote:
“Hermanos: Para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados.”
Paremos un momento. ¿Somos conscientes de que no
celebraremos dignamente la Misa si no reconocemos nuestra condición pecadora?
Incluso aunque por gracia estemos libres de pecado mortal, y salvo que acabemos
de confesarnos, es seguro que acarreamos pecados veniales que dificultan
nuestra plena comunión con Dios. Y si en ese momento concreto no es así, lo
será en muchas otras ocasiones.
A los fieles nos toca confesar lo siguiente:
“Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión.”
¿Y bien? ¿eso lo decimos por decir o porque de verdad lo
creemos? No decimos “he cometido algún pecadillo sin importancia“, no. Decimos
“he pecado mucho” de las diferentes formas en que he podido pecar. Sigue:
“Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.”
No por la culpa de la esposa, los hijos, la familia, los
amigos, las circunstancias sociales, personales o lo que sea. No, pecamos por
nuestra culpa. Y no cualquier culpa. Es una gran culpa. ¿Por qué es una gran
culpa? Porque bien sabemos, o deberíamos saber, que:
“No os ha sobrevenido ninguna tentación que supere lo
humano, y fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de
vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de
poder soportarla con éxito”. 1ª Cor 10,13
Por tanto, no hay excusa que valga. No hay culpa ajena.
Seguimos diciendo:
“Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros, hermanos, que intercedáis por mí ante Dios nuestro Señor.”
Gran cosa, gran gracia es la comunión de los santos. Sí, nos
reconocemos pecadores, pero pedimos la intercesión de todos nuestros hermanos
en la fe, empezando por nuestra Madre y la corte celestial. Y lo hacemos
sabiendo que esa intercesión está fundamentada y tiene su eficace en la única
mediación de Jesucristo ante Dios Padre.
Entonces el sacerdote dice:
“Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna.”
Y nosotros respondemos:
“Amén.”
Si hemos pedido perdón de verdad, si hemos pedido la
intercesión de los santos, si hemos rogado que Dios nos lleve a la vida eterna;
¿ignorará Dios nuestra petición? Quien envió a su Hijo unigénito para dar su
vida por nosotros, ¿nos negará esa vida si de verdad le imploramos el perdón?
Pero ha de ser de verdad, no como quien repite la tabla de multiplicar. Y bien
sabemos que esa confesión como comunidad no nos exime de la confesión
particular ante un sacerdote. Pero lo que como pueblo de Dios confesamos es
preludio de nuestra confesión como miembros de ese pueblo y como hijos en el
Hijo.
Llega el Kyrie:
-Señor ten piedad.
- Señor ten piedad.
-Cristo ten piedad.
- Cristo ten piedad.
-Señor ten piedad.
- Señor ten piedad.
Recordemos el pasaje del Evangelio en el que Cristo ponía
como ejemplo a seguir no el del fariseo que presumía de su justicia sino el
publicano que reconocía su pecado y pedía piedad al Señor:
“Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía
a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios,
ten compasión de mí, que soy un pecador.” Lucas 18:13
Ese es el espíritu en el que debemos implorar la piedad
divina. Nuevamente en la certeza de que Dios oye nuestro clamor.
Cuando en las Misas de los domingos y fiestas de precepto
rezamos el gloria, volvemos a pedir piedad.
“Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre; tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros; tú que quitas el pecado del mundo, atiende nuestra súplica; tú que estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros.”
Si reconocemos que Cristo quita el pecado del mundo, ¿no
creeremos que es capaz de quitar el pecado de nuestras vidas? Y si no empieza
por quitarlo de nuestras vidas, ¿cómo lo va a quitar del mundo? El pecado no se
quita solo mediante el perdón, que en realidad lo que hace es anular el pago
que merece dicho pecado, sino librando al hombre redimido de estar esclavizado
de todo aquello que le aleja de Dios. Ten piedad, Señor, atiende nuestras
súplicas Señor y libéranos por el perdón y la santificación del poder del
pecado en nuestras almas.
Llega la lectura de la Palabra. Cuando toca la hora de
anunciar el evangelio, el sacerdote -o en su caso el diácono- deben pronunciar
en voz baja ante el altar las siguientes palabras:
“Purifica mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio.”
Bien sabe el sacerdote que es pecador como los fieles que
asisten a Misa. Por eso pide que Dios purifique su corazón y sus labios. De esa
manera reconoce dos cosas: su condición personal y la capacidad del Señor de
hacerle digno de anunciar su palabra. Bien haríamos los fieles en rogar en
silencio a Dios que purifique nuestros corazones y nuestro oídos para que el
evangelio encuentre un campo bien abonado en nuestras almas para así producir
buen fruto.
Cuando llega la presentación de las ofrendas antes de la
consagración, todos sabemos lo que el sacerdote dice públicamente y nuestra
respuesta. Pero es que además, también ocurre lo siguiente.
El sacerdote, inclinado, dice en secreto:
“Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro.”
Mientras el sacerdote se lava las manos, dice en secreto:
“Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado.”
¿Nos damos cuenta que todo gira alrededor de nuestra
condición pecadora y la petición de misericordia, perdón y purificación a Dios?
Si el sacerdote pide que el Señor acepte nuestro corazón contrito, habremos de
estar contritos de verdad, y no meramente de palabra. He ahí nuestro
sacrificio, he ahí nuestra alabanza. Porque alaba a Dios el alma que reconoce
la necesidad del perdón y la autoridad divina para apiadarse de ella.
Una vez que hemos hecho todo eso bien, y una vez que
proclamamos que Dios es santo, santo, santo, podemos en verdad decir que
tenemos nuestro corazón levantado ante el Señor, al cual damos gracias porque
es justo y necesario, es nuestro deber y salvación. Y es así como asistimos al
milagro de nuestra redención mediante la consagración y la actualización del
sacrificio de Cristo en la cruz. Hemos preparado el alma para el perdón, hemos
implorado la misericordia y ahora asistimos, por la acción del Espíritu Santo y
las palabras del sacerdote que obra en la persona de Cristo, a la ofrenda al
Padre de la víctima propiciatoria que nos salva.
Las plegarias eucarísticas, a cual más bella, podrían ser
objeto de un post cada una de ellas. Una vez consumado el sacrifico
eucarístico, rezamos el padrenuestro, en el que nuevamente pedimos perdón a
Dios así como nos mostramos dispuestos a perdonar. Y además, le rogamos que nos
deje caer en la tentación. Es decir, no se trata solo de que nos limpie de
pecado pasados sino de que también nos libere de cometer otros en el futuro.
Sí, sabemos que mientras estemos en esta vida seguiremos pecando, pero por eso
mismo debemos implorar la gracia del Señor para que cada vez pequemos menos.
De hecho, ¿qué, sino eso, es lo que pide a continuación el
sacerdote?
“Líbranos de todos los males, Señor y concédenos la paz en nuestros días, para que ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo.”
Ayudados por la misericordia de Dios viviremos libres de
pecado. ¿Se entiende por qué se equivocan aquellos que pretenden que la
misericordia de Dios no tiene como uno de sus mejores frutos la conversión del
que la recibe? ¿o acaso lo que dicen los sacerdotes en Misa es un simple desiderátum
(deseo intenso de hacer o conseguir algo) que no se corresponde con la
realidad?
Tras adorar todos al Señor atribuyéndole el poder y la
gloria, llega el rito de la paz. ¿Y qué vuelve a decir el sacerdote?
“Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: ‘La paz os dejo, mi paz os doy’, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.”
No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu
Iglesia. Otra vez imploramos la misericordia divina y apelamos a la fe que Dios
nos ha regalado. Y de nuevo volvemos a dirigirnos a aquel que quita el pecado
del mundo:
- Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
- Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
- Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz.
No nos engañemos. No habrá paz si previamente no hemos
dejado por gracia que el Señor nos libre de los pecados. Ni la habrá en el
mundo ni la habrá en nuestras vidas. Es condición indispensable nuestra
purificación y santificación para alcázar la verdadera paz con Dios y nuestros
hermanos.
A continuación el sacerdote reza en secreto la oración para
la comunión:
“Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable.”
O bien:
“Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permita que me separe de ti.”
Si todos los fieles en general estamos llamados a la
santidad, ¿qué no decir de los sacerdotes en particular? Observemos, por otra
parte, que en esa oración del sacerdote ya se advierte la posibilidad de que la
comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo sea motivo de condenación en vez de
salvación. Ya lo dijo san Pablo:
"Así pues, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; porque el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación." 1ª Cor 11:27-29
No nos acerquemos, pues, a comulgar, estando en pecado
mortal. No nos salvaremos. Nos condenaremos aún más.
Llega el momento de la comunión. El sacerdote dice:
“Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor.”
Y, juntamente con el pueblo, añade:
“Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.”
No, no somos dignos de recibir a Cristo en nuestra alma,
pero Él nos hace dignos. Él nos sana. Él nos hace libres. Él llama a la puerta
porque quiere entrar y cenar con nosotros. Él nos ama. Él quiere quedarse con
nosotros. Él quiere darnos a sí mismo, el verdadero maná que alimenta nuestro
ser.
Lo que ocurre después de comulgar, estimado hermano, es ya
cosa entre tú y el Señor.
Paz y bien.
Fuente: Infocatólica
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