¿Acertó Nostradamus en sus profecías?



La figura de Nostradamus es mencionada con cierta periodicidad como un ejemplo de una capacidad extraordinaria para predecir el futuro próximo y lejano. Maestro y guía de videntes, a él se han dedicado libros, artículos e incluso una película. También resulta común que se indique que sus Centurias contienen profecías exactas del futuro.


Michel de Notredame nació en Saint-Rémy de Provenza poco después del mediodía del 24 de diciembre (calendario nuevo) de 1503. Su padre era notario y tenía un buen pasar, lo que le permitió costear los estudios de su hijo en la universidad de Montpellier. A los veintidós años, Michel se graduó como médico —aunque no podría ejercer hasta los veintiséis— y tomó el nombre de Nostradamus, que era una forma latinizada de su apellido. 

Desde entonces llevaría en la cabeza el birrete de cuatro puntas con el que suele representársele y que, lejos de conectarle con un conocimiento oculto como se escucha frecuentemente, era tan sólo una identificación de su profesión médica. Hacia 1529, Nostradamus trabó amistad con el erudito paduano Escaligero que lo convirtió en ayudante suyo. Poco tiempo estuvieron juntos porque Nostradamus —que por esa época se casó y tuvo hijos— se interesaba enormemente por la astrología y al paduano le horrorizaba esta pseudociencia hasta el punto de que había desenmascarado a algunos astrólogos como el famoso Girolamo Cardan. Éste había predicho, por ejemplo, que Eduardo VI de Inglaterra viviría cincuenta y cinco años, tres meses y diecisiete días… aunque sólo vivió quince años.

Poco después de la ruptura con Escaligero, la peste acabó con la vida de la esposa e hijos de Nostradamus y éste marchó a Salon de Provenza donde conoció a una viuda rica llamada Anna Ponce Gemelle con la que contrajo matrimonio y de la que tendría tres hijos y tres hijas. El nacimiento de su primer hijo, César, en 1555 coincidió con la publicación de su primer libro, un recetario de mermeladas y cosméticos. Fue aquel año, desde luego, especialmente fecundo porque en él apareció también la primera edición de sus famosas Centurias que incluían tan sólo las numeradas de la una a la tres y cincuenta y tres cuartetas de la centuria cuarta. 


A los cuatro meses de aparecida la obra, Catalina de Médicis, reina de Francia, escribió a Claudio de Saboya, gobernador de Provenza y amigo de Nostradamus, para que lo invitara a París. Sin duda, se trataba de un gran honor porque a la sazón en la capital de Francia operaban no menos de treinta mil alquimistas, astrólogos y adivinos. Nostradamus —a diferencia de los citados charlatanes— era hombre de cultura y causó buena impresión en la reina que incluso llegó a darle algo de dinero. La experiencia pareció tan sugestiva a Nostradamus que decidió seguir escribiendo Centurias. En paralelo, la cercanía de la reina fue aprovechada por el supuesto adivino para labrarse una reputación de eficacia mántica que le reportaría suculentos beneficios.

Si salió bien del empeño se debió no a sus dotes adivinatorias sino al snobismo de los cortesanos que, lamentablemente, cuenta con paralelos en todas las épocas. Por añadidura, Nostradamus —que había descubierto las delicias de vivir de la credulidad ajena— procuraba dar respuestas ambiguas en sus consultas que, de hecho, no le comprometían en nada. Por ejemplo, en 1562 el obispo de Orange solicitó ayuda de Nostradamus para recuperar una serie de objetos sagrados robados de la catedral. La respuesta de Nostradamus —un auténtico clásico— constituye un paradigma de su manera de enfrentarse con estas situaciones:

“Señores, no tengáis miedo de ningún tipo, porque dentro de poco todo será hallado, y en caso de no ser así, tened la seguridad de que se acerca un desdichado destino (para los ladrones)…”


En otras palabras, tanto si se recuperaba lo sustraído como si no, Nostradamus habría acertado y en cuanto al futuro de los ladrones ¿qué menos que esperar que Dios los castigara siquiera en la otra vida? Otro ejemplo de la realidad sobre las dotes adivinatorias de Nostradamus se encuentra en la correspondencia que mantuvo con un acaudalado mercader y minero de Augsburgo llamado Hans Rosenberger. El germánico negociante se había rodeado de astrólogos para que le aconsejaran en sus empresas y así obtener pingües beneficios. Asesorar le asesoraron y además —como no podía ser menos— le cobraron generosamente por sus consejos. No sorprenderá a ninguna persona sensata que en 1559 Rosenberger se hallara en bancarrota. 

Cualquier ser con un mínimo de sentido común habría achacado su desdicha a la propia credulidad y, sin dudarlo, a la desvergüenza de los astrólogos que como mucho podían adivinar sólo la mejor forma de desplumar al prójimo. Sin embargo, el atribulado empresario mantuvo la fe en la astrología y decidió que Nostradamus le daría mejor resultado. Un agente suyo llamado Tubbe se dedicó a suplicar al vidente francés que le realizara un horóscopo y, finalmente, a inicios de 1560 logró ver satisfechos sus deseos. Bueno, sólo a medias.

El 16 de marzo, Tubbe comunicaba compungido a Nostradamus que el horóscopo que había redactado era “imposible de descifrar”. El francés no se dignó responder a tan impertinente observación por lo que Tubbe le dirigió una nueva carta en la que le rogaba que le comunicara cómo deseaba cobrar si en monedas o con una copa de plata sobredorada. Esta vez la misiva tuvo efecto. Nostradamus dijo que deseaba cobrar, y cuanto antes mejor, de tal manera que el 1 de diciembre de 1560 Tubbe le escribió a su vez informándole de que el pago estaba en camino. No obstante, seguían existiendo algunos problemas, el menor de los cuales no era precisamente el que las predicciones del vidente resultaran incomprensibles. 


El 11 de marzo de 1561 fue el propio Rosenberger el que se dirigió al astrólogo para obtener una aclaración sobre el contenido de un horóscopo que no le había resultado precisamente barato. El empresario alemán felicitó calurosamente a Nostradamus por sus dotes de adivino aunque señalando un inconveniente:

“Desgraciadamente, habéis mezclado el pasado, el presente y el futuro en vuestras predicciones, y me estoy encontrando con muchos problemas a la hora de entenderlo. En relación con los cálculos de 1561 a 1573 que estáis preparando, ¿podríais hacer el favor de componerlos con claridad sin mezclar los períodos de esa manera?”

El infeliz Rosenberger —que, al parecer, mantenía intacta su fe en la adivinación a pesar de tantos golpes— no llegaría a ver remediadas sus cuitas. Las siguientes misivas del astrólogo son más que abstrusas incomprensibles y —ni qué decir tiene— en ellas no encontramos una previsión acertada ni por casualidad. Sólo la última carta de esta colección, fechada el 13 de diciembre de 1565, puede considerarse una excepción. En ella —de manera sorprendente— Nostradamus anunciaba algunas cosas con claridad. Señalaba así que las guerras de religión iban a empezar de nuevo —algo que todos los europeos se temían a la sazón— que se había visto un meteoro en Arlés, Lyon y Delfinado (cada año caen decenas de miles) y que debía ser interpretado como presagio de mala suerte. Nostradamus (¿puede extrañarnos a estas alturas?) no concretaba en qué consistiría esa mala suerte. A lo mejor era la suya propia porque seis meses después el astrólogo se murió.

Dios te bendiga.

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